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En 1806 y 1807, poco antes de la revolución de mayo y tal vez como antecedente inmediato de ella, sufrimos en estas tierras, por entonces Virreinato del Río de la Plata, dos invasiones de parte de los ingleses. Y más allá de la discusión acerca de si fue iniciativa del gobierno británico o de particulares, está claro que las mismas tenían motivaciones económicas.
Inglaterra estaba en plena revolución industrial, era la economía más próspera de Europa, y había visto la oportunidad brindada por la guerra entre España y Francia, de recuperar territorios y poderío económico tras la reciente independencia de los Estados Unidos en 1776. Buscaba afanosamente nuevos mercados donde abastecerse de materias primas y colocar su producción. Venían de ocupar el Cabo de Buena Esperanza, colonia holandesa del sur de África y necesitaban seguir conectando regiones. Existía, además, un bloqueo comercial impuesto por Napoleón.
Por eso, ante el éxito (que sería efímero, a la postre) de la primera invasión lo primero que se intenta es eliminar el monopolio que regía, a través de la corona española, para establecer un libre comercio total. Inglaterra buscaba en estas tierras las riquezas y los recursos que cubrieran su falta de materias primas indispensables para el movimiento que le generaba la revolución industrial.
Cueros, especialmente de caballos y de vacas, pieles de nutria, sebo, cacao, azúcar, tasajo, sal, más cobre y estaño que se traían de Chile, eran parte de lo más codiciado. A cambio, los barcos regresarían con sedas, terciopelo, herramientas, cuchillos, alquitrán, arroz, aceites, canela, en un intercambio muy favorable. De este comercio no estaba exento, claro, el tráfico de esclavos, muy lucrativo.
Por otra parte, había un botín, en efectivo, de lo cual habían tomado conocimiento, el que se le habría birlado al virrey de Sobremonte en su huida hacia Córdoba. En fin, que sobraban los motivos para intentar la conquista, la que se veía como muy accesible por contar Buenos Aires con una población de no más de 40.000 habitantes, y no preparada para ofrecer resistencia. La idea iba de la mano con aquello que “quien manda en el mar, manda en el comercio del mundo”. Con esa consigna fue que se lanzarían, no una sino dos veces, a la conquista de un enclave vital para unir y consolidar las rutas comerciales que le ayudaran a aumentar su hegemonía.
Finalmente, lo que con seguridad no habrían contado los invasores, fue con la tenaz y muy prontamente organizada resistencia, encabezadas precisamente por un francés, Santiago de Liniers, y un español, Martín de Alzaga, con mayor preeminencia del primero en la primera invasión, y del segundo en la restante, quienes los sacaron literalmente a patadas de estas tierras, dos auténticos héroes populares, quienes poco tiempo después, por esas cosas del destino y de ciertos excesos que tiene todo proceso revolucionario, fueron fusilados por la Primera Junta, surgida justamente al calor de aquella reconquista, y por decisión de los mismos protagonistas que, meses antes, los admiraban. Pero esa, esa es otra historia. Como la que podría haber sido, de haber tenido otro resultado las invasiones.
Raúl Costa
Autor del libro: "Pequeñas historias, grandes personajes".
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